
Me pregunto si en alguna lejana profundidad universal Él habrá hollado en el espacio para visitar los mundos del más allá de nuestro sueño cálido como la sangre. Me pregunto si habrá descendido sobre la orilla solitaria de un mar semejante al de Galilea. Me pregunto si hubo pesebres en mundos distantes que conocieran Su Luz. ¿Y Vírgenes? ¿Y dulces proclamas? ¿Y Anunciaciones? ¿Y Visitas de una hueste angelical? Me pregunto si hubo una Estrella que se pareciera mucho a la estrella de Bélen, una Luz fantástica y estremecedora entre diez mil millones de luces que deslumbró las miradas con temor respetuoso y revelación en una mañana fría y extraña. Me pregunto si en mundos errantes y remotos los Sabios se congregaron al alba entre los vapores nebulosos de la Bestia, en un lugar de paja convertido en Altar para contemplar a un Niño más extraño que el nuestro.
¿Cúantas estrellas de Bélen arden refulgentes más allá de Orión o del arco deslumbrante del Centauro? ¿Cúantos milagrosos Nacimientos inocentes prodigaron su bendición sobre esos mundos? ¿También en ellos tiembla Herodes como atroz facsímil de nuestro oscuro y sanguinario Rey? ¿Habrá enviado ese loco custodio de un reino inconcebible un tropel de soldados extraños a asesinar a los inocentes que viven más alla de la Nebulosa de la Cabeza del Caballo?
Así ha de ser. Pues en este tiempo de Navidad, en el largo Día que totaliza Ocho, advertimos la Luz, conocemos la oscuridad; Y las criaturas que se alzaron, que nacieron, que dejaron tanta noche atrás, cualquiera fuese el mundo, el tiempo o las circunstancias deben amar la Luz. Así los hijos de todos los soles lejanos e incontables deben temer la oscuridad que tiñe el aire de sombras y estremece la sangre. Cualquiera que sea el color, la forma o el tamaño de los seres cuyas almas son como brasas palpitantes en las prolongadas medianoches, deben tener la necesidad de salvarse de si mismos. ¡Entonces imaginen ustedes cómo en mundos lejanos, bajo nevadas profundas y claras la culminación de un año oscuro podría celebrarse con el alumbramiento de un niño milagroso! ¿Un niño Nacido en los misterios inabarcables de Andrómeda? contemos sus manos, sus dedos, sus ojos ¡y sus miembros sagrados absolutamente increíbles! ¿Cúantos tiene de cada uno? No importa. Basta. Que el niño sea un fuego tan azul, como el agua bajo la luna, que el niño retoce libremente en las olas junto a peces de apariencia humana, que la tinta de los pulpos le habite la sangre, que la piel se empape en las ácidas lluvias de elementos químicos, que todo se desplome en tormentas de pesadilla, de fuego purificador.
Cristo deambula por el Universo.
Carne hecha de estrellas, adopta formas de criatura para adecuarse a los más suaves elementos, y la carne, sin que nos demos cuenta, allí camina, se desliza, vuela, tropezando extrañado; aquí conduce a los Hombres. Entre diez mil millones de millones de destellos, hay mil millones de rollos bíblicos escritos en jeroglíficos entre la multitud de mundos de Dios; en innumerables alfabetos, en lenguas que no son del todo lenguas, suspiran, silban, se maravillan, lloran, mientras Cristo se manifiesta en un cielo de estruendoso color carmesí. Él camina sobre las moléculas de los mares Hirvientes viveros animales, caldo enloquecido y fermentado que bulle en espumas. Allá por muchos nombres Cristo es conocido. Nosotros lo llamamos así. Ellos lo llaman de otro modo. Su nombre en cualquier boca sería una sorpresa dulce. Él viene con regalos para todos: aquí: Pan y Vino; allá, alimentos innombrables, desayunos en que los manjares caen de las estrellas, Últimas Cenas provistas de relleno de los sueños. Y allí están en sus tiempos anteriores a la cruxifixión del Hombre. Aquí hace mucho que se ha ido. Allá todavía no ha nacido.
Ray BRADBURY