"Echada sobre boca abajo sobre una toalla de felpa, la cabeza bajo la tienda de campaña y las piernas abarquilladas en la arena fría, abrí al azar aquel libro blanco impreso en papel recio, titulado Iluminaciones. Y quedé inmediatamente fulminada.
"He besado el alba estival. Nada se movía aún enfrente de los palacios. El agua estaba muerta. Los campos de sombra no se apartaban del camino del bosque. Yo anduve, despertando los alientos vivos y tibios, y las pedrerías me miraron, y las alas se alzaron sin ruido."
De repente me daba ya lo mismo que Dios no existiera, que los seres humanos fuesen o no humanos, e incluso que alguien pudiese llegar a amarme alguna vez. Las palabras se alzaban de las páginas y golpeaban el techo de lona de la tienda con su viento; luego, volvían a caerme encima; las imágenes sucedían a las imágenes; el esplendor al furor. Alguien había escrito ésto, alguien había tenido el genio, la feclicidad de escribir ésto, ésto que era la Belleza en la Tierra, que era la prueba, la nueva prueba, la demostración final de lo que yo suponía desde la lectura de mi primer libro sin ilustraciones: que la Literatura lo era todo. Que Ella lo era todo en sí misma, y que incluso si algún ciego, extraviado en los negocios o en las otras bellas artes lo ignoraba aún, yo, al menos, ahora ya lo sabía. Ella lo era todo: la mejor, la peor, la fatal, y no había ya nada que hacer. Una vez que se sabía, no podía hacerse otra cosa que agarrarse a Ella y a las palabras, sus esclavas y nuestras señoras."