Cuaderno de Bitacora - Notas y Actualizaciones al Portal de la Bruja

Tuesday, May 12, 2009


"Echada sobre boca abajo sobre una toalla de felpa, la cabeza bajo la tienda de campaña y las piernas abarquilladas en la arena fría, abrí al azar aquel libro blanco impreso en papel recio, titulado Iluminaciones. Y quedé inmediatamente fulminada.

"He besado el alba estival. Nada se movía aún enfrente de los palacios. El agua estaba muerta. Los campos de sombra no se apartaban del camino del bosque. Yo anduve, despertando los alientos vivos y tibios, y las pedrerías me miraron, y las alas se alzaron sin ruido."

De repente me daba ya lo mismo que Dios no existiera, que los seres humanos fuesen o no humanos, e incluso que alguien pudiese llegar a amarme alguna vez. Las palabras se alzaban de las páginas y golpeaban el techo de lona de la tienda con su viento; luego, volvían a caerme encima; las imágenes sucedían a las imágenes; el esplendor al furor. Alguien había escrito ésto, alguien había tenido el genio, la feclicidad de escribir ésto, ésto que era la Belleza en la Tierra, que era la prueba, la nueva prueba, la demostración final de lo que yo suponía desde la lectura de mi primer libro sin ilustraciones: que la Literatura lo era todo. Que Ella lo era todo en sí misma, y que incluso si algún ciego, extraviado en los negocios o en las otras bellas artes lo ignoraba aún, yo, al menos, ahora ya lo sabía. Ella lo era todo: la mejor, la peor, la fatal, y no había ya nada que hacer. Una vez que se sabía, no podía hacerse otra cosa que agarrarse a Ella y a las palabras, sus esclavas y nuestras señoras."


"Quien no haya creído inútil su vida sin la vida del "otro", y al mismo tiempo no haya amarrado su pie a un acelerador demasiado sensible y demasiado asmático al mismo tiempo; quien no haya sentido cómo su cuerpo entero se pone en guardia, la mano derecha yendo a acariciar el cambio de velocidades, la mano izquierda bien agarrada al volante y las piernas estiradas, falsamente distendidas, pero dispuestas a la brutalidad, hacia el embrague y los frenos; quien no haya experimentado, mientras se entrega a todas estas tentativas de supervivencia, el silencio prestigioso y fascinante de la muerte cercana, esa mezcla de negativa y de provocación, no ha amado nunca la velocidad, no ha amado nunca la vida... o bien, posiblemente, no ha amado nunca a nadie."




QUERIDA FRANÇOISE SAGAN



Creo que me enamoré de usted la primera vez que vi su fotografía en una edición en tapa blanda de la novela epistolar en que trató la figura de la actriz Sarah Bernardht. Encontré el libro en un montón de libros de ocasión en algún tenderete o puesto o tal vez en alguna pequeña librería o en el montón de saldos de algún supermercado, ya no lo recuerdo. Me gustó la encuadernación, la fotografía de la Bernardht de la portada, qué se yo. Pero al ojear el libro distraídamente me topé con sus ojos, queridísima señora. Pequeños y penetrantes, miraban la complejidad y la ridiculez del mundo con una mezcla de diversión y de miedo. Así me pareció entonces, desde aquel primer momento, que debía ser usted, y que debía ser esta la manera que tendría usted de encarar la vida. Qué espectáculo, ¿verdad? Mucha, mucha vida por vivir, hermosa vida; luz, mucha luz; y paisajes; y noches interminables. Mucha, mucha risa, transformándose de vez en cuando en lágrimas. Muchas mañanas de resaca y muchos atardeceres de hastío. Y algunas veces la necesidad de prolongar la noche, de no dormirnos, por el miedo de despertar en medio de la noche y ver los ojos del horror enfrente de nosotros en la oscuridad. Y apenas de tanto en tanto un poquito de amor. De ese que cala hasta los huesos y jamás se va del todo. Del que no se olvida.



Leí hace poco, supongo que en el aniversario de su muerte, que a usted le gustaban los coches y la velocidad. También los juegos de cartas, y la cocaína. Todo eso no hace sino que contemple aún con mayor detenimiento sus ojos. Todo lo quiero ver en sus ojos, aunque quizás sea una pretensión por mi parte, que no me corresponda. He buscado en la Biblioteca un libro de memorias suyas, cuyo título se tradujo por "Con mi mejor recuerdo". Habla usted allí de muchas cosas. Escibe usted maravillosamente. Qué triste es saber que aunque pudiera vivir cien años, jamás sería capaz de escribir como usted escribía. Tal vez tampoco de vivir como usted debió vivir. El libro estaba en el depósito de la Biblioteca. Es curioso: hacía cinco años que nadie lo sacaba. Cinco años. Esto me hizo sentirme mal. Era cierto lo que Bradbury y otros advirtieron, y algún día morirá la cultura, ahogada entre el polvo de las estanterías mientras todos nos dedicamos a ver la televisión. Por otra parte, también es cierto lo que contaban los antiguos: hay tesoros por descubrir, y hay veces en que los tesoros, hasta por casualidad, llegan a nuestras manos.



Usted va también siempre conmigo, querida Françoise Sagan.


EL HALCÓN

Cerca de mi casa, a las afueras de Palencia, en la ribera sur del río, habitan entre los árboles cuatro o seis parejas de pequeñas rapaces. Suelo ir a pasear por el río, y por el Parque que se abrió hace unos meses, y me gusta especialmente quedarme escondido entre los árboles y contemplar a las rapaces, a las que no sé distinguir muy bien, puede que se trate de milanos o quizás sean sólo un grupito de pequeños y traviesos cernícalos, como el que pude ver hace un par de días. En esta ocasión el avecilla se descuidó un poco, y volaba a poco más de 10 ó 12 metros sobre mí. Quieto en el aire, apenas variando ligerísimamente la posición, el ángulo, de unas cuantas plumas de su cola o de la punta de las alas, se desplazaba arriba y abajo siguiendo las corrientes. En un segundo ascendió hasta lo más alto del cielo, luego volvió a descender en una graciosa curva, las patitas cayendo libremente bajo el pequeño cuerpo, la cabecita moviéndose nerviosa, la mirada fija en el suelo, tratando de divisar a su presa. Apenas unos cuantos gramos de piel y plumas. La misma gracia, la luz, el viento, hecho pájaro. El mismo viento atrapado en un puñadito de carne animal. Le ví precipitarse al fin, en un picado vertiginoso, las alas muy juntas, apretadas contra el pecho, cayendo a plomo sobre algún pequeño insecto o ratón, y perderse entre las hierbas a lo lejos.

En el fondo, la supervivencia de los seres humanos, en la maraña de nuestras relaciones sociales, sigue las mismas reglas básicas que la del pequeñuelo en su ribera. Saber volar sin ser visto. Cazar o ser cazado. Y sin embargo, la sensación de hastío por lo bajo de nuestros esfuerzos, de nuestros egoísmos, de nuestras mezquindades... comparado con el vuelo de aquel maravilloso animal, llega a sobrecogerme. Tal vez hemos pensado que el Hombre es el más perfecto, o al menos el más complejo, de todos los seres creados. Tal vez todo este tiempo hemos estado equivocados, y la complejidad sea tan sólo un síntoma de decadencia, no de perfección, ni siquiera de evolución.