

LA FLOR DEL SAÚCO
El viejo profesor Faber advierte ya a Montag, el protagonista de la novela de Bradbury Fahrenheit 451 de que tambien la televisión podría ser usada para ensanchar la mente y abrir la puerta al conocimiento, aunque no se la haya utilizado para eso sino para lograr una masa compacta de borregos. Se ha muerto Miguel Delibes, y para mí siempre quedarán en el recuerdo las lágrimas de Daniel El Mochuelo la noche antes de partir a estudiar y a progresar a la ciudad, dejando tras de sí la naturaleza y el amor verdaderos, emprendiendo un camino que algo, muy dentro de su corazón, le decía que era el camino equivocado; y la amarga resaca del diputado progresista, hijo del mayo del 68, que se preguntaba, tras dejar tras de sí la casa del señor Cayo, para qué serviría toda la filosofía de Marcuse el día que no quedase nadie en el mundo que supiera para qué sirve la flor del saúco. Hace apenas una semana, Kathryn Bigelow ganaba el Oscar a la mejor película y a la mejor dirección, con un cuento contemporáneo, hermoso y terrible sobre la manera en que la Guerra transforma el corazón de un hombre, que una vez fue un niño, hasta dejarlo vacío y seco. Ambos, Delibes, nuestro (tan nuestro) Delibes, y Bigelow, reflexionan sobre la pérdida de la inocencia, el fin de la infancia, el encuentro con el vacío. Y los dos, tan distintos, hijos de dos culturas y de dos formas artísticas radicalmente diferentes, lo hacen con rigor, con sobriedad, de forma medida, austera. Quizás, mientras nos queden creadores como Bigelow, aún habrá gente en el mundo que sepa, que se pregunte al menos, para qué sirve la flor del saúco.